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RETRATANDO a AURELIO MACCHI
Fue manso y bueno tanto en el pensamiento como en la acción, sin pasiones juveniles nació probo y desde temprano supo cuánto quería decir y hacer. Tímido como delgado y nervudo, contenido y firme como un mimbre esbelto a los vientos, bien plantado frente a los vendavales iconoclastas que tumbaron las Bellas Artes, propiciando rutas nuevas para la plástica.
Fue fiel a sí mismo sin dobleces, conjeturas ni pegas. Irreductible consigo mismo, generoso y pródigo con los demás se entregó de lleno y sin reservas a quienes lo quisieron recibir y por eso fue maestro.
Macchi plantó su lenguaje en un expresionismo planimétrico y a la concepción de Jacques Lipchitz y Ossip Zadkine, hizo reverberar en el plano sus sentimientos personales alejándose de esta manera de lo meramente descriptivo y anecdótico, para entrar en una planimetría existencialista.
Comenzó retratando a su madre, sobrinas, luego a sus modelos hasta recibir el Gran Premio de Honor Nacional, y continuó hasta su muerte modelando exigido por las verdades del modelo vivo.
La cotidianeidad de la vida fue su tema, rechazó la vocinglería, también la plegaria vana, testimonió lo que sentía, pensaba, sin aditamentos alegóricos, ni pensamientos sociales, políticos o religiosos y como Albert Camus, no dejó de comprometerse con su realidad circunstancial. Fue Kierkegaard quien planteó que “ el hombre es un ser para la muerte “ . Verdad anunciada antes por el sabio Rey que escribió el Cantar de los Cantares y El Eclesiastés.
Macchi supo desde siempre que la muerte nos acecha al nacer y también, sintió que debía dejarla viva, en su muerte. Quizás sea ésa la motivación última de su obra prodigiosa, y no sería ni extraño ni novedoso enunciarlo como uno de nuestros escultores existencialistas comprometido con su época.
Como porteño que fue también, retrató la vida de su barrio, sus vecinos, la gente que lo rodeaba, lo cercano y familiar, el tango, las calles y bocacalles, los encuentros y desencuentros de sus próximos, los abrazos y los adioses.
Cuando despertó al amor encendió su arcano con el máximo fulgor que duró hasta su muerte, y su estatuaria cobró plena majestad. Allí comenzó su esplendor, su plenitud, su rapsodia escultórica.
La existencia fue el sentido de su vida, no otra cosa, y si la esencia se caló a veces en su obra dándole matiz epifánico, fue la respuesta más profunda que diera sin proponérsela como tema.
Bullía por su sangre porteña con equivalencia plena, la sangre española que dijo una vez en América:”Conquista o Muerte”, y quemó las naves. La otra, la ligur que lo llevara a Belgrano y a su primo Castelli a dar testimonio de la fidelidad a nuestra tierra en la gesta maya de 1810. Después del ´53, la inmigración nos dotó de ese gentío que vino refugiándose de la hambruna motivada por la primera revolución industrial. Llegaron a nuestro lar los destripaterrones que modificaron la estructura de nuestros campos, transformando aquellos de los hacendados, en campos agrícolo-ganaderos, llevándonos a ser la tierra de las mieses cuando el Centenario.
Gente que venía con la cultura del trabajo y del ahorro, respondiendo a los sueños de Nicolás Avellaneda que nos pedía que honráramos nuestra palabra:
“ahorrando sobre el hambre y la sed “ .
Estas razones me llevan a proclamar que si España es nuestra madre patria, Italia debe ser nuestro padre patrio.
De esta manera quiero honrar a mis amigos porteños, honraría nuestra ciudadanía, a los padres de Macchi y consecuentemente a mi amigo Aurelio Macchi.
Celebro que en este barrio de raíz ligur que fuera un himno al trabajo (1),
con mística propia (como ningún otro barrio porteño la tuvo ) , barrio obrero, de tango, de bandoneón, de poesía , diera tanto lumbre plástica a sus hijos, propios y putativos , se lleve a cabo su primer gran homenaje póstumo, porque fue aquí donde concurríamos a celebrar sus triunfos, sus premios y sus días dichosos, tanto como los míos , los de Labourdette y Devoto. Fue precisamente donde despedimos juntos a Lucio Fontana cuando partió para Europa. Aquel día, caminábamos por la calle Necochea, buscando su lugar preferido para comer, sentarnos en una mesa cuando Lucio me preguntó: “Dígame Ud: ¿Si Europa desapareciera, qué querría salvar de ella? Contesté sin pensarlo: “¡el Moisés de Miguel Ángel!”
Aurelio entusiasmado brincó en el acto y se tapó la boca con las manos (un gesto muy suyo) y sonriendo gozoso me dijo: “¡Bravo! . Me extendió su mano, sellando así nuestra amistad.
Veremos en esta muestra lo que nos dejó vivo, después de despojar la piedra, los troncos de sus tallas, hasta presentarlas en su esencialidad vibratoria más prístina, para imprimirles su impronta creadora.
Trabajándolas, nos confesó quien era, dejándonos en sus piezas su testimonio.
Si el estilo es el hombre, lo que nos dejó Aurelio Macchi es su retrato.
Mauricio Neuman
Miembro de la A.I.C.A
Médico Psiquiatra
Coleccionista de Arte
Buenos Aires / Argentina / Julio de 2011
(1)
Este barrio que nació para reparar a las naos y bergantines de transportes mercantiles y piratas, de almacenes de productos marineros; de las proas de los ligures que surcaban los ríos de la Mesopotamia para recoger las pieles y el tasajo, fue anterior a los tiempos en que Rivadavia le encargara a su geómetra que trazara el damero de nuestra ciudad, que nació por causa suya de espaldas al río y abierta al sur, soñando con Europa como si no contara para su historia el resto de las Provincias Unidas del Sud.
Fue un barrio fundado a orillas del río, sobre pilotes, barrio de madera recubierta, de chapas pintadas con colores primarios, deshechos de las pinturas y restauraciones para barcos.
La Boca del Riachuelo después de nuestra Constitución, se transformó en un entrevero entre aquel oleaje de españoles e italianos. En sus mancebías llegaron también del Brasil negros y marranos. Nació la milonga y el tango, gimió el fuelle y brilló el cuchillo del matón. Se formó un barrio arrabalero, mítico, de poetas, filósofos y pintores, barrio perfumado por los condimentos de las comidas , sabor a ajo, a orégano, tomillo y tomate dulzón, cafés con vitroleras, barberías y lustrabotas, calles estrechas a la buena de Dios, casi sin plazas ni iglesias, de neblina de inundaciones e incendios memorables. Es La Boca, la de los valientes bomberos voluntarios, con calles donde se festejan las fiestas falleras en el día de San Juan. Barrio de bicicletas, de balcones con pajareras, con flores con plantas y ropas tendidas al sol los días de sábado inglés.
Barrio de anarquistas y socialistas, barrio que recibió con palmas a Clemenceau,
barrio que bendijo a Don Alfredo Palacios, de justas demandas obreras; barrio de óperas, operetas, de conciertos y de domingueras canciones ofrecidas con acordeón desde los balcones de las casas, después de la libación de vino patero.
Barrio que conocí en mi infancia en la década de 1930 acompañando a mis abuelos que visitaban a Miguel Carlos Victorica, donde conocí luego en mi mocedad a Quinquela Martín, Fortunato Lacámera y a Menghi su cumplido secretario; a Miguel Diomede cuando vivía con su mujer y sus hijas, en una casa pequeña, que tenía sala y alcoba y un calentador
“ Primus ” que le servía en los duros inviernos como calefactor, cuando todavía Buenos Aires era “chata” , no existía ni el obelisco ni la Avenida 9 de julio .
Barrio que recuerdo con fervor.
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